16 Sep
16Sep

Disfruto recorriendo las calles de  la ciudad. Pisar sobre su añejo pavimento y quedar atrapado en esas calles entre sus bloques, viviendas y demás construcciones, como si fueran pasillos exteriores de un edificio virtual, pasillos que modelan la urbe. Las amplias avenidas me sirven de guarida...


Me sorprende el tañido de las campanas en la avenida constitucional, con los queridos arbotantes aún en penumbra; son las ocho de la mañana, y no hay mucha gente. Ese tañer matutino me sacude la somnolencia que aún arrastro, y me hace fijarme en los pequeños frutos redondeados que caen de los árboles, apareciendo a mis pies como si fueran esféricos plateados de la infancia; reverdeciendo mis sueños infantiles futboleros, voy marcando goles entre las ficticias porterías que conforman los bolardos. Ahora le doy con el exterior del pie, ahora con el interior consiguiendo un efecto diabólico... Porcentaje discreto de tantos anotados. En la infancia entraban todos.

¿Cuál es mi propósito al pasear?¿Por qué lo hago?¿Es cierto que disfruto? No supone una prueba deportiva como tal, ni  la búsqueda de un ejercicio aeróbico per se; es más que eso, es aprehender en cada metro aquello que voy percibiendo, es apreciar el detalle en cada rostro que se me cruza, en cada fisonomía que se deja ver entre las calles envejecidas, es dejarme azotar por esta brisa cuasi otoñal, soñar con que los edificios te invocan y permitir a la mente que vague por donde quiera el instinto. Personas. Ausencias, con sus huecos, donde estuvieron. Objetos inertes animados. Globalidad. Individualidad.

Amparo

La veo a a cierta distancia, recién inicio el paseo. Amparo está encorvada, debe tener unos 70 años, viste del luto más atávico posible, y porta un bastón. Es una anciana de pequeño tamaño que sin embargo, se hace notar en la calle, con un chorro de voz potente que recuerda a los doblajes de las películas de Pepe Isbert. Amparo pide limosna con impostado tono lastimoso, y como digo, a pesar de su pequeñez, alcanza a todos los viandantes con asombrosa facilidad. Llevo viéndola más de 10 años, y ciertamente, la imagen que despierta es la de una España obsoleta, de viudas ancianas con su negro enlutado, y necesidad de ayuda. Yo he estado en esa España.


No sé cómo se llama, pero cuando la diviso a lo lejos, me digo a mí mismo: ¡Aaaaamparo! Y como soy un flaneur experto, me muevo con destreza por el ancho de la calle para que no me aborde nunca. Hay algo inmisericorde en ello, pero no puedo evitarlo.


La Serpiente Ziz-zagueadora

Tan temprano como es, y sin aglomeraciones en la calle peatonalizada, el sonido que intermitentemente llega a los oídos es el del tranvía. Empieza a vibrar el suelo. A veces, por la calle he ido yo solo con la serpiente ziz-zagueadora, detrás o delante de mí, y me sitúo muy cerca del sendero del reptil que se me acerca, paralelo al mismo, de tal forma que al coincidir los dos en ese tramo, siento como si me acariciara con la ventolera cinética que exhala, susurrándome: no te pongas tan cerca, capullo.


Al contemplarla desde lejos, frente a mí, a unos 150 metros tras la curva del ayuntamiento, parece efectivamente un reptil alargado que se desplaza en zig- zag sigilosamente por la mañana. Hace sonar en ocasiones un suave timbre cuando algún paseante invade su territorio. No quiere molestar, y eso le convierte en un ser agradable, en un animal inanimado salvaje que entiende de normas sociales con humanos. No me jodas, y no te joderé yo tampoco, parece ser su mensaje urbano.


Yo soy muy respetuoso con su recorrido y su territorio, pero me ha ocurrido que, algunas mañanas en las que por lo que sea me levanto torero, si considero que tengo tiempo y distancia suficiente para fantasear ante su alargada e inminente presencia, me coloco entre sus raíles, muy pinturero yo, creyendo portar además un capote; es entonces cuando la serpiente se transforma en toro, y aguanto firmemente hasta el momento en el que hago una verónica a la bestia ante su feroz acometida, abandonando el tramo entre raíles con prestancia y maneras de matador de de los buenos- y yo entonces, sugestionado por aquella mirada retadora del animal, avancé hacia el centro de la plaza, me arrodillé, le cité por derecho...Consigo una gran ovación por parte de los transeúntes, porque un flaneur es ante todo, un artista urbano.

Los Familiares

Un flaneur que se precie de serlo no debe hablar en su paseo con nadie, salvo consigo mismo. Lo que ocurre es que en ocasiones, en su amplio recorrido, se encuentra con personas conocidas, que cuando son conocidas por motivos familiares, e incluso son familiares, obligan a uno a detenerse. Yo me encuentro con una prima y su marido, prácticamente a diario. ¿Qué debe hacer un flaneur ortodoxo?


Tras varias semanas donde tanto ellos como yo nos hemos hecho los tontos, un día, decidimos detenernos tras casi chocar de bruces. Quedaba mal irse, y mi escaso sentido social me hizo reposar ante ellos y preguntarles por su vida con ese clásico qué tal. Estuvimos hablando unos 10 minutos, cordialmente, y entonces mi alarma flaneurista sonó incesantemente. Nos despedimos cariñosamente, y de manera tácita, entendimos o yo por lo menos así lo entendí, que no volveremos a pararnos para hablar hasta que pasen unos 6 meses. Por si acaso, ya he constatado el lado de la calle por el que circulan, la franja horaria por la que suelen pasear, y simplemente, se trata de saber no coincidir. No es un anhelo antisocial, es una pretensión flanuerista, un impulso vital.


Vagabundos

Duermen en soportales, con mantas incluso en agosto y septiembre, y acumulan ahí mismo, prácticamente en las aceras, todo tipo de elementos de supervivencia; hay bolsas, botellas no precisamente de agua, radios, letreros implorando dinero... Y perretes acompañantes. La mirada de esos perretes expresa una fidelidad a prueba de bombas, y, afortunadamente, la mayoría lucen bien lozanos, no así sus presuntos amos.


Es una imagen algo dantesca, y a la hora a la que suelo flaneurizar, todavía duermen en horizontal, cubiertos de arriba a abajo, ajenos a todo; sus perretes están tan sincronizados con su ritmo circadiano, que los acompañan en su viaje onírico. Cuando los sobrepaso, siempre me pregunto cómo seguirán ellos su rutina, cómo rellenan el día, de qué ayuda dispondrán. 


Una vez alguien me contó que la mayoría de vagabundos que pululan por la ciudad, son personas que no quieren acudir a hospicios o ser ayudados de otra manera. Que quieren vivir así. Me resultó difícil de creer. ¿Cómo acabar de esta manera?


El Héroe de la Adolescencia

Muchos muchos años después de haberlo visto en persona por primera vez, 24 sin ir más lejos, tuve constancia de que semejante personaje paseó como un flaneur maltrecho por donde yo paseaba, y llegó a posar sus posaderas sobre el pollete de un negocio de comida rápida, dentro del marco de mi recorrido habitual. El hombrecillo se hizo una foto y la colocó en las ominipresentes redes sociales, por eso ubiqué con exactitud el lugar. Este hombrecillo siempre me ha hecho sentir.

Es curioso que merced a la foto que subió, desde entonces, desde hace 4 años, cada vez que paso por el lugar donde apoyó su trasero, un escalofrío extraño recorre mi paisaje memorístico;  me cuesta creer que cuando todos éramos jóvenes, en esa noche oscura del alma, bajo los dos escribientes, el hombrecillo gritaba, corría y se agitaba hasta el paroxismo nocturno, transmitiéndome energía y fuerza, al mismo tiempo que suavidad y melancolía, en un cielo existencial de soledades. Era una extraña mezcla de fortaleza y fragilidad, de poderío y vulnerabilidad, que  me inspiró para seguir adelante, para continuar, para no tratar de entender la inmortalidad de unos 20 años que huían para no volver, en esa bóveda que me cubría en junio. Mi recorrido como flaneur me ha hecho llevar mis instintos hacia esa parada que el héroe de la adolescencia realizó, como si la vida se empeñara en enfrentarnos una y otra vez, en una especia de eterno retorno fantasmagórico de mezcolanzas.


Es también destacable cómo he querido recuperar sonidos que me transportan a ese momento justo, donde el dulce lamento del piano seducía a la hierática luna, ascendiendo las notas más agudas hacia ese cielo eternamente evocado, permaneciendo el sonar de esas teclas suspendido por siempre entre las estrellas de un junio agonizante.


El Tetas

Camina muy rápido, con grandes aspavientos, y resoplando sin cesar. Viste la ropa deportiva tan característica y globalizada de hoy día, y lleva una camiseta, normalmente de color fosforescente, muy ajustada. Tan ajustada, que sus tetas -ginecomastia propiamente dicha-, se le realzan de manera poco estética, incluso nada estética; a más a más, supone una visión anti estética.


No es en puridad un flaneur, no porque los flaneurs no puedan tener ginecomastia, sino porque un flaneur no se viste con ropa deportiva; vestimos con ropa informalmente elegante, y se camina con el ánimo de no sudar. Todo lo contrario al Tetas, vaya.

Consigue tal armonía y celeridad en el movimiento de brazos hacia atrás y hacia delante, que sus tetas se tambalean de manera salvajemente femenina, hasta el punto de quedarme embelasado; me tengo que decir a mí mismo que no es una mujer, que deje de mirar de una vez, cojones. Cualquier día le regalo un wonderbra.


Me pregunto si este individuo se levanta tan temprano para su ejercicio, que olvida mirarse en el espejo y notar sus tetas prominentes. O por el contrario, sabiéndolo, le importa todo un pepino, que me parecería también muy bien. Que cada uno haga lo que le salga del carajo. O de las tetas.


El Gran Obeso y el Perro

Viste siempre de negro, y no tiene más de 25 años. Presenta un gran problema de obesidad mórbida, y le cuesta caminar. Lleva un fermoso perro, un pastor alemán, con una correa que alarga ad hoc.


El perro está bien amaestrado, y sirve de ayuda y soporte a las dificultades físicas de su dueño. Es conmovedor observar cómo el chico obeso se dirige a al animal, hablándole como si fuera un amigo, alguien muy cercano. No menos enternecedor resulta ver cómo el perro atiende a sus peticiones, como si verdaderamente escuchara y entendiera.


A veces, el dueño se sienta en algún banco, y su amable dogo se coloca a sus pies. El chico le habla con esa naturalidad tan propia y tan bella de quienes disfrutan de ese vínculo con un perro; pienso cuando los veo de esta manera, que quizá se trate de una persona solitaria o marginada por su obesidad, y que encuentra en el animal el consuelo de sentirse querido y escuchado.


https://www.youtube.com/watch?v=2CTaUa03PVU



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