31 May
31May

El rictus del corredor

Que conste que esta locura de runners la he compartido, disfrutado y enardecido en público. Que conste que me sentí en algún momento parte de ellos, jugando con sus bromas, analizando las lesiones en común, dejándome alentar por ellos en los momentos de bajo rendimiento.


Cuando te cruzas con uno de ellos- o uno de nosotros, no sé muy bien dónde estoy ahora-, me suelo fijar en todo, absolutamente en todo. Su atuendo, su edad, su estilo, su jadeo, sus carnes...su boca abierta, su lengua seca, su frente arrugada...Lo más maravilloso es sin duda su rostro. Al buscar la palabra adecuada para referirme a su rostro, me han convencido las dos acepciones que la RAE describe al definir rictus, sobre todo la primera: aspecto fijo o transitorio del rostro al que se atribuye la manifestación de un determinado estado de ánimo; contracción de los labios que deja al descubierto los dientes, y da a la boca el aspecto de la risa.


La verdad es que son dos acepciones gloriosas, especialmente cuando las quieres circunscribir al rostro de un corredor, se entiende, en plena faena. Un corredor siempre està en plena faena. Y es que me acabo de cruzar, esta misma mañana, con un corredor urbano que mostraba un rictus bello, artístico, espiritual, cuasi barroco en su gesto de dolor. Me hizo preguntarme de inmediato dónde había yo visto previamente semejante expresión. Mi cabeza me llevó a Goya, y su cuadro Saturno devorando a su hijo. Juro por lo más solemne del universo runnero (tiempo medio del kilómetro), que era el mismo rostro que el del cuadro. Y enseguida, por asociación de imágenes y recuerdos, me vinieron a la mente fogonazos semanasanteros de Cristo sufriendo en la cruz, agonizando. Y entonces descubrí la clave de esos rostros con los que nos cruzamos día sí y día también: son rostros de sufrimiento, de agonía, incluso de terror. Son rostros que inspirarían a los artistas, a poetas, a blogueros incluso...O a los mismos runneros. Los rostros de los runners sirven de inspiración entre ellos, a través de redes de retroalimentación kilométricas.

No es como cuando me entró hace ya años una sensación distópica en pleno paseo, en plena Avenida, en un día festivo. Tuve una impresión desagradable de irrealidad. Todavía me da miedo recordarlo... Al principio no notaba nada. Todo parecía ser un día normal, encaminándome soñoliento a mi paseíto matutino para buscar un café. Como era temprano, no me llamaba la atención la ausencia de gente. Era festivo, y las calles céntricas se animaban poco a poco, con sus turistas y sus negocios, los pocos que abrían; pero de una forma u otra, la ciudad se animaba.


Empecé a verlos; unos iban en grupos reducidos, y otros iban a solas. Algunos me adelantaban desde atrás y a otros me los cruzaba frontal u oblícuamente. De repente me aterroricé. No eran los runners de siempre. No eran los cuarentones largos, ellos y ellas, trotando y resoplando con sus ropajes de colores imposibles y de hechuras endiabladas. No. En la Gran  Avenida fue cuando me percaté de la realidad que me mostraban mis ojos. Todas las personas con las que me encontraba, corrían. Todas. Y no eran los runners de siempre vestidos para ello. Había también civiles, gente normal (normal y civil equivale a decir no disfrazado de runner) que paseaba corriendo con el perro; o un diácono que salía corriendo de la catedral perdiéndose calle arriba . Topé con turistas japoneses, en grupos de estos donde eres fagocitado por ellos sí o sí; y estos turistas, con ropaje propio de turistas asiáticos, corrían detrás de un guía, que por supuesto también corría. No podían pararse delante de los monumentos, pero sí que percibí cómo bajaban el ritmo y corrían en el sitio: las cámaras digitales estaban acompasadas a su trotar, y sus pulsómetros sonaban al bajar los nipones el ritmo. A una orden vehemente, exhalada por el guía, retomaron el brío en su correr, y exhaustos algunos, otros más enteros, marcharon hacia otro lugar donde tomar fotos.


Yo era el único, en un tramo panorámico que recorría desde la fuente desde donde históricamente se inicia  el centro de la ciudad hasta el lateral del ayuntamiento, el único, que no corría.


Volviendo al rostro del corredor, mientras recordaba esa distopía runnera que sufrí en forma de disociación hace años, pensaba en que no hay situación humana cotidiana, ya sea derivada de la felicidad, de la tristeza, del odio, del rencor, de la locura, que genere un rictus como el del runner. Y esta conclusión me anima a correr, como si la obtención de ese sufrido rostro fuera un nuevo elemento original que justifica su búsqueda, como si solo su anhelo fuera un material endorfínico endógeno más, como un plus a añadir a todas las bonanzas del running. Supongo asimismo, que a peor forma física y/o a más cansancio vayas acumulando en tu carrerita diaria, más fermosa y expresiva, más poética incluso será la imagen irradiada desde ese rostro en sufrimiento. 


Y querer, por qué no, conseguir reunir en tu disco duro tal cantidad de kilómetros, que se encaje definitivamente ese rictus para siempre en tu expresión, como también se encaja una rodilla artrósica tras años de running. De esta manera, la primera de las acepciones de rictus-  aspecto fijo o transitorio del rostro al que se atribuye la manifestación de un determinado estado de ánimo- cobraría mayor relevancia al optar el valiente runner por el carácter de permanencia de ese rostro, y finalmente derivar la cuestión hacia un estado de ánimo exclusivo, el del runner, de tal manera que los psiquiatras tendrían que realizar un apartado novedoso para colocar en el capitulo de estados de  ánimo, el de los corredores.


En cuanto a la segunda acepción de rictus- contracción de los labios que deja al descubierto los dientes, y da a la boca el aspecto de la risa-, el runner muestra claramente los dientes a los transeúntes, incluso la lengua, pero más que aspecto risueño, hay que insistir en el concepto de sufrimiento. No obstante, al igual que del amor al odio hay un solo paso, del sufrimiento a la felicidad hay un solo elemento que los separa: una estilizada zancada de runner. Y un runner nunca dice no a una zancada de más, sobre todo si es la que le permite alcanzar ese grado de sufrimiento tal que se confunde con el placer, arribando a una felicidad plena: es el nirvana del corredor. Yo lo veo a veces, no corren, no pisan en puridad el pavimento...levitan, los runners levitan cuando alcanzan el nirvana, que sería aquella sensación o experiencia religiosoespiritual donde no hay cansancio (a pesar de la gran cantidad de ácido láctico generado), no hay sufrimiento (a pesar de la sangre de los dedos de los pies y el dolor de rodillas, lumbares y caderas) y no se vislumbra cuándo se detendrá de una vez (a pesar de que tiene encomendada obligaciones maritales y familiares i-ne-lu-di-bles).


¡Cuánta belleza aparece en el sufrimiento facial de un runner! Deberían crearse exposiciones fotográficas o de pintores, o escultores, donde se llegara a mitificar estos rictus, esa extrema exigencia, ese estrés oxidativo, esa disciplina espartana. De esta manera, intuyo, menguaría algo el coraje que injustamente les tiene mucha gente, haciéndoles reflexionar a estos insanos odiadores (seguro que tampoco soportan a esa subespecie élfica que se hacen llamar tunos), sobre lo arduo de la tarea runnera, en pos de un rictus inmortal.


https://www.youtube.com/watch?v=TrC58t7X4PY


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