Tengo un dispositivo con cerca de 600 canciones recopiladas. Son canciones que en algún momento me gustaron, me llamaron la atención, se sedimentaron en algún recoveco de un lóbulo temporal, y que, de alguna manera, he seguido tarareando a lo largo de todos los años venideros. Muchas de ellas, son composiciones de cuando era joven, cualquiera que sea la horquilla de años que ello lleve aparejado, y escucharlas significa retroceder en el tiempo y volver a sentir lo que en aquellos momentos sentía: entornos afectivos de voces y risas de amigos perdidos, suspirar por ojos adolescentemente tímidos, percibir con plenitud el fulgor propio de las edades donde nos creíamos inmortales. No siempre gusta volver a escucharlas, todo hay que decirlo, porque el paso del tiempo- el impasible devenir de su ritmo más bien- es un frío asesino en serie de algunas emociones, al mismo tiempo que aviva otras, y hay días donde es preferible sortear experiencias vividas que se revitalizan junto a una vivencia sonora, entrando en conflicto con uno mismo. Hay días jodidos.
En ocasiones utilizo este dispositivo cuando salgo a hacer deporte al aire libre. El otro día escuchaba un tema de Robin Gibb, Boys Do Fall in Love, del álbum Secret Agent, cuya portada recuerdo nítidamente: fondo azulado, estando en el centro uno de los mellizos Gibb sosteniéndose unas gafas de sol. Mucha pinta de agente secreto no tenía, la verdad. Evoqué mientras gozaba de la canción la época en la que compré el vinilo; el primer disco que obtuve con mi dinero, con 12 años, acudiendo una y otra vez a una tienda de barrio donde no sabían nada de él. A la tercera fue la vencida, y el encargado, noble actitud la suya, me hizo una rebaja por la insistencia en este particular cantante 007. Me llamó la atención el detalle.
La memoria resulta difícil de entender. Mientras seguían sonando otros temas en mi mp3 electrónico, empezaron a reproducirse en el mp3 hipocampal, las otras canciones del álbum de Robin. Algo en mi cabeza las reclamaba. ¿Qué ha sido de las otras canciones de Secret Agent? ¿Por qué las he olvidado e ignorado?. Tuve que detener el cacharrito musical para concentrarme en la tarea de rememorar las otras canciones, las repudiadas, las expulsadas a la Tierra del Olvido, consciente o inconscientemente. Y conseguí que retornaran desde esa Tierra maldita, voces, notas, sensaciones...Todo iba llegando. Estaban todavía en mi. Cuando era jovenzuelo y adquirías un vinilo, lo habitual era escucharlo con el respeto que el trabajo del compositor merecía; se disfrutaba desde la primera a la última canción. Eran otros tiempos y yo por lo menos, saboreaba de esta manera los vinilos. No es como ahora, que solo se buscan canciones aisladas. Por eso creo yo se depositaban con más peso en nuestros cimientos y circuitos mnémicos. Debido a ello el contenido del vinilo estaba en mi, acallándose sus voces poco a poco, pero sin llegar a desaparecer. Las canciones nunca mueren, por malas que sean; los viejos rockeros sí.
¿Qué función tenían estas canciones, claramente de peor calidad que las principales? ¿Son como un tejido de sostén, de relleno, sin el que no pueden brillar las piezas más bellas? ¿Microglia frente a neuronas?Desde aquí reivindico la importancia de lo secundario, de lo accesorio, de lo periférico. George Harrison. La chica que acompaña siempre al bellezón de la clase. Izzy Stradlin. El alumno de expediente más corriente. Prendas sencillas poco ostentosas. Estoicismo. Pueblos. Peter Parker. Eponine. Lalo Maradona.Nick Carraway. Huevo frito con patatas. Robin Gibb dentro de los Bee Gees.
Me gustan las biografías, y más todavía, las autobiografías, pues en estas últimas no muere el protagonista, como así sucede en las primeras. Me joden las muertes, quién lo diría. Leyendo la biografía de Agassi, cuenta el norteamericano alopécico que un entrenador le hizo ver que no todos los golpes que devuelvas en un partido de tenis (aplíquese a la vida misma) han de ser excepcionales; con tal de que devuelvas un golpe que te permita continuar en la lucha, en el partido, en el tema que sea, en el combate que te traigas entre manos, es suficiente. Me gustó ese concepto, y extrapolándolo al disco de Gibb o de cualquiera, y de nuevo, a la vida misma, nuestras existencias están repletas, por lo menos la mía, de golpes devueltos normalitos y mediocres, que me sirven para no caer eliminado, para mantenerme en la brecha, para estar ahí simplemente; e incluso intuyo que se hace de manera voluntaria aunque no lo parezca, jugando con el instinto de conservación; te mantienes esperando el momento en el que sí sea pertinente una jugada maestra, un drive fulminante, una canción fermosa, un beso en los labios, un grito en el cielo o un para siempre eterno .
Son por tanto, estas composiciones musicales, el sustrato desde donde todo se interconecta, desde donde todo emerge, desde donde todo explosiona. Hace que el global y no el particular, cobre sentido, tenga equilibrio. Suponen una suerte de sofrito necesario para hacer más sabrosa una fuente entera de apetitosas notas y acordes. Solo de esta manera se podrá degustar el condimento principal con todas sus características organolépticas, en la perspectiva más plena.
He ido ignorando emociones, juicios de valor, sonidos e imágenes en diferentes contextos existenciales, por lo que sea, por jerarquizar conceptos y constructos, por creer que únicamente vale la pena lo sobresaliente, lo excepcional. Hace dos noches tuve que regresar al barrio de mi etapa infantojuvenil, y cuando deambulaba cansado y meditabundo en la incipiente madrugada, tras un día largo y pesado, reparé en un resplandor que gobernaba la aterciopelada bóveda nocturna. La luna llena de julio. ¿Cómo he podido arrinconar su recuerdo de ese modo? La luna, con su halo claro adherido, jugaba conmigo a esconderse entre las ramas y las frondosas hojas de la amplia arboleda. Este juego que se traen luna y árboles esta misma noche, quiero pensar, ha sido expresamente motivado con un único fin: advertirme sobre los detalles y los aspectos de la vida que he clasificado como no primordiales. Advertirme de la estupidez de tal hecho y ampliar mi campo de admiración contemplativa.
Perdóname por desatenderte, luna de julio, que reposas orgullosa y tímida entre los ramajes verdes. Perdóname por mi desdén, cielo infinito de la infancia, que atesoras secretos y abismos absorbiendo en tus surcos etéreos la belleza y el espanto de los mortales de la tierra. La oscuridad lo retiene todo en sí. Creo en las noches.