19 Jul
19Jul

Ese escote amplio que mostrabas el sábado me impresionó. El vestido verde que lucías, hasta las rodillas,  no quedaba tan resultón; no obstante, dejaba entrever tu carne voluptuosa cuando caminabas por el pasillo, con ese tambaleo tan tuyo. Tras nuestro encuentro matutino, no volvimos a vernos, y por la tarde, no apareciste. La noche te esperaba, intuí. Y así fue. Ya no dependía de mí.


Como cuando aparecí en la tele, estaba deseando ser llamado en plena madrugada. Y llamaron. Tras hora y media de idas y venidas, concluí mi misión, y me encaminé hacia ti, con el producto final resultante. Tu compañera dormía. Te dije lo que debía decirte, reparando en que llevabas otro vestido, celeste, también muy escotado. Jugando con la supuesta complicidad, redirigí tus pasos tras los míos, en la instancia superior, dejando la decisión final sobre tus poderes volitivos. Te marqué el camino, y esperé.


La oscuridad del vestíbulo solo se interrumpía por una lámina vertical fina de luz amarillenta que dejaba traspasar una sala con una puerta no del todo cerrada. Yo esperaba sentado en la mesa. La camilla a mis pies. El silencio era absoluto, infinito, escandalosamente audible. Tras pasar unos 5 minutos, sonaron en la lejanía de la planta de abajo unos tacones de mujer. Tacones de Mujer. Firmeza. Poderío. Feminidad. Qué bonito sonido. ¡Cómo aniquilaban la espesura del silencio esas pisadas! Ya ese retumbar acústico en el impávido y vetusto edificio provocó en mí el inicio de una creciente vasodilatación viril. Era ella, que se acercaba. Se acercaba. No hice ademán de ir a buscarla. Quería la inmensidad plena del sonar de sus tacones para mí ; anhelaba que ese taconeo nocturno me dejara percibir sus dudas o sus certezas, sus miedos y su fuego interior. Un ritmo sonoro afrodisíaco como nunca antes había escuchado. El pisar de la señora era cada vez más nítido y acelerado, y como si de un ritmo cardiaco se tratara, pasó de una taquicardia a una bradicardia, incluso a un paro cardiaco, pues sus pasos cesaron. Lo único que yo escuchaba ahora eran mis propios latidos, retumbando en mis oídos, notando esas mismas pulsaciones en el dorso de mi instrumento alargado, ya plenamente eufórico.


Ella estaba parada, buscando en el vestíbulo por dónde seguir. Y yo callado y escondido, no quería que palabra alguna rompiera este mágico momento; seguía empeñado en disfrutar del zapateo sonoro que martilleaba mis instintos más primitivos. Un paso, otro. Y otro. Ella volvía a moverse. Parecía haber encontrado el camino, dobló la esquina hacia la derecha y de nuevo se quedó quieta en sus zapatos. El silencio era ya de una intensidad decibélica endemoniada. Por fin alcanzó la puerta, abriéndola de golpe sin dudar y sin decir una palabra. No llamó siquiera. Me encontró sentado en la mesa, con los brazos cruzados. Me entusiasmó su mirada, ardiente, firme, clavada en mí. 


Ni cierra la puerta. Paso al presente porque así me da la impresión de volver a revivirlo. Se encamina hacia mí, y me besa y abraza sin pronunciar palabra. ¿Para qué? Nuestras lenguas se encuentran, y juegan revueltas unos minutos. Yo palpo sus pechos, su trasero y sus genitales, mientras ella gime. La luz sigue encendida, está claramente de más, así que alargo la mano hacia el interruptor, accionándolo, y acto seguido, le subo el vestido desde los muslos hacia las caderas, y lo bajo desde los hombros a los pechos. Con esta oscuridad es más fermoso el acto amatorio, y otros sentidos, como el tacto,  se potencian extraordinariamente. Y este silencio sigue siendo perturbador, el entorno más apropiado para lo inesperado. Solo oímos jadeos, los nuestros, nuestras respiraciones cercanas, reteoalimentándonos en una corriente extraña de oxígeno y dióxido de carbono que nubla el juicio. 


La tumbo en la camilla, y ella se deja hacer con parsimonia y experiencia. Una vez en decúbito supino, hago desaparecer pasionalmente la ropa interior pélvico- inguinal, y acaricio los labios proscritos,  esa doble boca genital que poseen las hembras. Busco en las tinieblas, jodida misión, la pequeña e irregular colina con más terminaciones nerviosas de mi partenaire, que encuentro por deducción táctil (¡oh montículo gelatinoso!) y auditiva (¡oh gemidos in crescendo!). Es extraño porque no veo su cara, ni veo su sexo, pero las sensaciones son excepcionales, resultando una experiencia enriquecedora, novedosa, enloquecedora. Ella enloquece, de hecho, pues con mi lengua, recorro las cimas, las laderas y los valles de su pequeña montaña: ¡oh deidad inmarcesible, ¿cómo haces para ser inmortal?, ¿por qué no te apareces con mayor facilidad ante el ser humano masculino?! Mi funcionario lingual da fe de sus contracciones ante mi húmeda veneración. Con mis manos sosteniendo sus nalgas, las atraigo hacia mí, haciendo míos sus movimientos retorcidos de placer, sus bravos oleajes de éxtasis, sus flujos tibios.Experimento el arropo cálido de la cara interior de sus muslos sobre las vertientes externas de mi rostro. Amando a una mujer en la más absoluta oscuridad me hallo.


Vuelvo a besarla en los labios faciales,  los oficiales, y  en los pechos, y ahora es ella la que me desviste con brusquedad; la camisa sale medio rota, botones incluidos, y los pantalones se quedan en las rodillas. Semisentado en la camilla, se arrodilla  frente a mí, cogiendo mi atributo con fruición para introducirlo en su cavidad oral. Tiene una boca amplia, adivino en la negritud de la sala, porque entra muy bien, recibiendo un universo de estímulos ensalivados,  acolchados y membranosos que hacen que me olvide de mi existencia.  Noto su buen hacer al comprobar el papel de la lengua, serpiente diabólica que me inocula el veneno del deleite en dosis extrema. Me conmueve advertir sus labios alrededor de mi falo, 360 grados de contornos suaves, como el halo de un asteroide lujurioso, como un anillo mágico que procura placeres, como una areola mamaria alrededor de un gran pezón erecto.


La derivo hacia la horizontalidad requerida para un buen coito, mientras nos devoramos como caníbales, y ganándome ella la iniciativa, se aúpa encima mía, introduciendo con su mano mi varita mágica en el interior de su chistera , con  lubricada facilidad. La siento moverse de arriba a abajo, acariciando yo sus pechos pequeños y gráciles, bajando hacia sus caderas anchas y carnosas. Jadea, y se ahoga un poco. No empujo inicialmente, para dejar toda la responsabilidad de mi regocijo en mi hada nocturna. Lo hace bien, en una cadencia de movimientos rítmicos y suaves. Su torso apenas se deja vislumbrar desde esta posición, es una sombra que asciende y desciende  así que la acaricio con la palma de mis manos sin cesar- sus senos, su abdomen,  su zona dorsolumbar- para tener más puntos de contacto. Creo detectar además, sus glúteos rozando los cimientos del monolito al dejarse caer desde las alturas celestiales, hacia donde ella me envía. Es fundamental el roce, el tacto, el calor humano. Empiezo a empujar yo también hacia esas alturas celestiales, compenetrándonos en unos movimientos pélvicos que le hacen arquearse hacia detrás, pareciéndome ver su hermoso cuello femenino al tiempo que hace girar violentamente sus cabellos a izquierda y derecha.  El movimiento de sus cabellos es recibido en mi corteza auditiva con sorprendente ilusión por mi parte, pues me ofrece una comprensión de la sensualidad femenina mayúscula. Estos giros destemplados de su cabellera salvaje desprenden una sonoridad tan estrogénica, que junto con la de sus tacones, me hacen agarrar el presente delirando. Huele a mujer. Sabe a mujer. Tacto de mujer. Y también suena a Mujer.

Nos posicionamos de forma que yo estoy encima, para que la dulce sílfide descanse; estamos cara a cara, observo su rostro sombreado y cercano,  me alimento de su aliento y saliva y me dejo penetrar por sus crepusculares ojos; un apéndice mío, ahí abajo, se introduce en la hospitalaria oquedad infra abdominal de mi singular ninfa , encontrando confort y calidez; estamos pecho contra pecho, fusionando mis abdominales con los suyos al encajar nuestras líneas albas, saboreando mis labios sus regiones cervicolaterales, su mentón mandibular y sus lóbulos auriculares. Me dejo abrazar por sus piernas, que, como si fueran brazos,  contornean mis caderas cariñosa y vehementemente, empujando con los talones de sus pies mis nalgas hacia sus profundidades. De Profundis.


El culmen termina apareciendo como una catarata proveniente de un río de largo recorrido y gran caudal, y el jolgorio sensorial consiguiente me turba, me supera, me disocia; como si de una Experiencia Cercana a la Muerte se tratara, suceden ante mí fugazmente muchas vivencias de mi atribulada vida; incluso visualizo la luz del túnel, al final del mismo, no observando a continuación dios alguno - y por qué quieres Tú que diga que existes-, por lo que abro los ojos y recuerdo con quién estaba. No es un dios, es una Diosa terrenal , y aún creo estar vivo, a pesar del cúmulo de sensaciones provocadas por la morbosidad del encuentro, las libidos encendidas y el contexto de oscuridad y silencio.


Hay una película italiana protagonizada por Vittorio Gassman (Profumo di donna, de la cual hacen un remake insufrible con Al Pacino), donde el protagonista,  ciego, tiene un encuentro con una mujer. Él pide que la luz se apague, que el cuarto se quede en penumbras. Lo hace, creo recordar, para que la mujer no vea su rostro expresando placer. Me hizo reflexionar en su momento. Retuve esta escena, y la recordé mientras descansaba tras mi experiencia ultrasensitiva. Cada ser humano debería experimentar de esta manera el acto amatorio: oscuridad y silencio, el imperio de los otros sentidos y el aliciente de lo efímero. 

Me marché ya en la madrugada avanzada. Bajé unos minutos después de ella, y me despedí cual caballero hispano clásico . Ella tenía algo arrugado su vestido, su cabello rubio despeinado delataba algún tipo de desajuste nocturno,  insomnio por ejemplo,  y sus facciones arrojaban candor y satisfacción. No sé qué pinta tenía yo ni qué desprendía mi rostro. Sí sé que la miraba meditando sobre si el misterio oscuro y silencioso que nos arropó minutos atrás supuso un condimento especial para los dos; si las penumbras en las que nos sumergimos aportaron una particularidad bella, romántica y única al acto más humano y físico de nuestra raza. Quiero pensar que ella también supo apreciar estos maravillosos imprevistos que la madrugada nos brindó, porque yo aún deambulo hechizado, como si estuviera viviendo entre rejas, las que yo me impongo. La Pasión es un Suicidio. 


https://youtu.be/6vvoiLrFytM






 

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