Me sucede habitualmente de lunes a viernes, en el intervalo de horas que va desde las 8.15 a las 9.00 de la mañana, tal es mi rutina vital. Es una sensación extraña, por familiar y repetitiva, pero al mismo tiempo, ajena y novedosa. La sensación es la sensación.
Es como entrar en un bucle espaciotemporal donde todo se repite una y otra vez con una concreción y exactitud matemáticas, los hechos que suceden ante mi, y mis propios pensamientos. Es un agujero negro de vivencias de la cotidianidad. Con el devenir de los días, a veces llego a asustarme, porque son continuos deja vu donde yo además formo parte del paisaje, y sé qué va a pasar en cada momento, pero siento de manera paradójica que es un nuevo día, una nueva vivencia, una nueva sensación. ¿Estoy atrapado?
Tras saborear dos tazas suaves de café, mientras oigo la radio aún dormido, ducharme entre gruñidos y vestirme sin criterio estético, me temo siempre encontrarme de bruces frente a las mismas escenas.
Salgo de casa, y empieza el espectáculo rutinario: a mi izquierda aparece la vecina delgaducha paseando los dos perros; el de aspecto más fiero me ignora, y el más mierdecilla, me ladra como si yo fuera un gato, el muy hijo de puta.
No pasa nada, es como la película de la marmota, ya sé todo lo que va a ocurrir hasta las 9.00. Control, control, control. Nunca me morderá el mierdecilla.
Empiezo a rodear el garaje, y el vecino que se encarga de manera altruista del mantenimiento de los terrenos vecinales, lleva una carretilla de mano, vaya usted a saber hacia dónde, porque yo creo que vaga sin sentido; en verdad no tiene destino concreto, el hombre deambula dando vueltas al párking porque eso le hace ilusión; debe ser un albañil jubilado. Juraría que siempre lleva la misma carga en la carretilla, unos 3-4 ladrillos desgastados que debe colocar en su casa entre sus pertenencias favoritas, al lado de sus herramientas predilectas. El saludo entre nosotros es un sonido gutural de hombres rudos, ambos, al tiempo que me pregunto, pues mis pensamientos son también los mismos todos los días, inexplicablemente, a dónde coño irá tan temprano con esa carretilla.
Resoplando enfilo el acceso peatonal estrecho que conduce al contenedor; sí, voy cargado con bolsas de basura, obligación contractual que algún día firmé sin fijarme bien, pues estaba englobada en la letra pequeña. Juraría que cada día llevo la misma carga, el mismo contenido. Dejo que pase primero la motillo con otra vecina pilotándola, que me agradece el detalle enfundada en un casco grotesco, y yo le respondo con una agradable sonrisa.
Me dirijo por fin hacia la estación de metro, y me cruzo con la argentina que vuelve del gimnasio aún sudando, con lo temprano que es, con su mochila a la espalda y su delgadez a cuestas. Y esa cara que tiene de psicoanalista cutre. Me la imagino siempre exclamando aquella expresión tan de su tierra: ¡Viste! Incluso la psicoanalizo de soslayo, mientras musito shonoquieromalparaconnadie, que ella me oye cada mañana entre sus musarañas y las mías.
Me encamino a la rampa de acceso principal, y es cuando veo como me adelanta la señora rubia que camina muy rápido con sus largos tacones y sus finas piernecillas. Tranquila, señora, el tren aún no llega, no ande corriendo de esa manera, que se va a tropezar, y el tren no espera, el tren es cruel e inmisericorde incluso con los tacones rotos.
En la máquina de tíckets, se encuentra la vecina del bloque uno, tan emperifollada, con atuendos de colores imposibles, así como cierta tendencia a mostrar sus rollizas piernas. Ya no tiene usted quince años, debería ser más recatada en su vestuario así como en sus miradas. ¿Por qué compra tíckets todos los días?¿Qué pasa con el bono mensual?
Encaro apáticamente la última rampa, por fin, subiendo como si no hubiera un mañana mirando al infinito del imperturbable horizonte matutino. A escasos metros, a mi derecha, aparecen la madre que cojea sutilmente y la hija adolescente obesa, con alguna discapacidad mental, discutiendo sobre aspectos conductuales que la madre reprueba a la hija; la hija no acepta nunca las críticas y airadamente se queja, día tras día, con malas contestaciones. La madre ignora la ira filial e insiste en reconducir la conducta equivocada. Y solo es primera hora del día. ¿¡Cómo serán los diálogos en la noche de ese hogar!?
Ojo, se acerca la parejita. Ella porta siempre una maleta de viaje, donde parece que lleva material de trabajo, maleta con ruedas que él se presta a ayudar en su transporte. Para ello, una mano de él, y una de ella, coinciden, se tocan, se rozan, a través del portamaletas, suben lentamente por la rampa, mientras hablan, ríen, manteniendo el contacto entre las vertientes internas de sus quintos metacarpianos, mano izquierda ella, mano derecha él. Qué bonito es el amor tan tempranito. Qué extraordinario resulta el amor metacarpiano. Lástima que ambos tengan pareja, que están casados, vamos; a lo mejor es solo una intención de adulterio, inocente e ingenua, que unicamente se consuma a esa hora del día a través del contacto manual. Y con eso tienen suficiente. Vaya usted a saber la erótica de los metacarpianos.
Ahí apoyado en la barra, sintiendo el frío del metal en mi espalda en los albores del día, ahí mismo, se escuchan gritos despavoridos, sin temple alguno, sin causa aparente, que aturden, sacuden y espolvorean a la silenciosa mañana. Naturaleza bravía sin sujeción racional. ¿Por qué sucede?¿ Quién querría vivir así?
Esos gritos están tras de mi, a mi espalda, a escasos metros, y no necesito volverme para saber de dónde proceden. Son parte de mi rutina, de mi despertar, de mi aliento existencial. Desde mi posición, todos los días oigo esos sonidos, y al mismo tiempo no los oigo. Es como el autobús que circula, el coche que pita, el avión que surca cercano- el ruido de fondo que sinceramente agradezco. Pero llevo unos días en los que sí me pregunto por su existencia, su naturaleza y su motivación.
Y esas intensas ondas sonoras recorren en lo que a significados más abstractos se refiere, caminos paralelos a mis pensamientos ordinarios y a mis afectos, aún a esas horas. Y todo me lleva a un concepto absurdo- la puta vida-, más allá del cual aparece un doloroso vacío. Incluso dentro de ella siento ese vacío, y antes de ella, si me apuras. ¿Dónde quedo yo?
Esos brutales, cotidianos y humanos alaridos entran por tanto de pleno en el contexto de mis tribulaciones, y no hacen sino reforzar el abismo y el caos premeditado en el que me desenvuelvo con cierta soltura, por habitual, más que otra cosa.
Desde mis profundidades he podido comprender aquello que se escribió una vez -el sufrimiento es un instante muy largo-, ahogado en estas brumas del alba, que no hacen sino esconder mis frágiles cimientos, tambaleándome entre mis propias sombras.
Esos alaridos, hoy, me aterrorizan, sin más. Me tienen congelado; hoy no los entiendo, hoy no los acepto. ¿Por qué se ha admitido esta obra absurda? Recorro senderos compartidos de pensamientos concretos y abstractos, originándose una miscelánea estéril repulsiva, que no ayuda en nada en la ingente tarea de seguir existiendo con claridad de conciencia. La lógica me indica que he seguir fiel a lo absurdo.
https://www.youtube.com/watch?v=sRcce4i-12Q