23 Oct
23Oct

Cuando tuve la oportunidad de aparecer por Madrid en un estado de satisfacción personal evidente, con la gloria a cuestas y el orgullo y jolgorio en mi rostro, me regalaron una coqueta maleta negra, perfectamente rectangular, para tal ocasión capitalina. Es decir, alguien muy cercano a mí se empeñó en que yo debía pisar Atocha con tan magno elemento, pues la ocasión lo merecía. Y a Madrid no se va de cualquier manera, no señor.

Aturdido aún por las mieles de la victoria reciente, no alcanzaba a ponderar lo suficiente la motivación de esta persona en dicho regalo, y quizá no mostré demasiado interés inicial. Mi cabeza vagaba por otros lares, prosaicos y divinos, los que la euforia y la juventud te permiten saborear de manera inconsciente e insensata durante un corto intervalo de tiempo. Yo me empezaba a dejar ver por el mundo, o eso creía, y si había que portar la maletita por la capital, pues se portaba. Alguna utilidad tendría, y si alguien muy influyente en mí me lo había recomendado, sería por algo. 

Sí, pero no la denomines maleta, me dijo cuando me la dio mi animoso familiar, se llama ataché. A continuación me enumeró una serie de personas intelectualoides que se jactaban de haber usado este objeto: Nick Carraway, Vilnius Lancastre, Jaromil Kundera, el señor Wikfield, y unos cuantos más que ahora no recuerdo. Me gustó la intrahistoria de la palabra, le aportó glamour a mis circunstancias; no obstante, seguí pensando en otros menesteres, para mí de mayor importancia, dejando la cuestión de la maletita como un mero ornamento estético para lucir en los madriles, ornamentos que supongo los madrileños estarán bien hartos de contemplar. Mira los catetos de provincias, como se afanan en aparecer por aquí. Un clásico ibérico.

En casa, la noche previa a la partida, volví a admirar el preciado regalo: material bueno, fino, color oscuro, elegancia mayúscula. Te obligaba a vestir bien, a caminar con buen estilo, erguido y con la cabeza elevada. Te instaba a ser un gentleman, a fumar en pipa, a llevar zapatos lustrosos, los cabellos engominados. Jamás pensé en esos momentos qué utilidad iba a darle al día siguiente, solo me llamaba la atención la petulancia de su presencia, y que dicha presencia acompañaba coherentemente al contexto exitoso de mi breve estancia en Madrid. Me veía en el AVE con mi expresión impostada de hombre de mundo, mi traje elegante, pisando con glamour en la fría Atocha, encaminándome hacia mis breves misiones, prácticamente trámites, que me obligaban estar unas horas en la capital del reino.

A las 6.30 de la mañana estaba entrando en la estación de trenes. Perfectamente trajeado, afeitado y peinado, subí los escalones que conducían al vestíbulo principal de la estación como si me estuvieran filmando en un anuncio; miedo me da la naturalidad que yo debía ofrecer, menos mal que era temprano y no habría mucha gente. Me acomodé en mi asiento del AVE con mi maleta impoluta, brillante de puro estreno, y de inmediato, adopté un semblante de hombre interesante; mi forma de hablar también la modifiqué, tratando de darle a mi lenguaje elegancia y postín tanto en su forma como en su contenido. Estaba desatado por mi ataché, dominado, embrujado...No era yo. Incluso, por momentos, se me olvidó el motivo de mi viaje, creyendo unos instantes que solo iba a lucirme con mi flamante ataché.

A las 6.30 de la mañana estaba entrando en la estación de trenes. Perfectamente trajeado, afeitado y peinado, subí los escalones que conducían al vestíbulo principal de la estación como si me estuvieran filmando para un anuncio; miedo me da la naturalidad que yo debía ofrecer, menos mal que era temprano y no habría mucha gente. Me acomodé en mi asiento del AVE con mi maleta impoluta, brillante de puro estreno, y de inmediato, adopté un semblante de hombre interesante; mi forma de hablar también la modifiqué, tratando de darle a mi lenguaje elegancia y postín tanto en su forma como en su contenido. Estaba desatado por mi ataché, dominado, embrujado. No era yo. Incluso, por momentos, se me olvidó el motivo de mi viaje, creyendo por unos instantes que mi única misión era lucirme con mi flamante ataché.

Ya en Atocha descendí del tren como si fuera un príncipe persa, intentando coordinar el movimiento de piernas y tronco con el balanceo de la maleta. Creí haber conseguido el ritmo adecuado, y la cadencia justa, exagerando la amplitud de movimientos del brazo portador para que los urbanitas madroñosos gozaran de semejante visión. Haciendo el capullo por la capital, vamos. Otros hispanos, en otras épocas, lo han hecho con boinas y quesos, yo con mi ataché.

Me fui encontrando compañeros de batalla, poco a poco, en diversas zonas concertadas entre nosotros, entre ellos, dos andaluces resalaos que me vieron llegar al punto de encuentro con esos andares histriónicos que me dio por aportar a la humanidad madrileña. Nos fuimos reuniendo todos, resolvimos los asuntillos que nos traíamos entre manos, notando que algunos de los de mi grupo miraban de soslayo la misteriosa maleta. En apenas dos horas, las cuestiones de trámite que nos reunieron en Madrid estaban finiquitadas, con lo que, antes de volvernos a nuestras provincias, podíamos jalar con tranquilidad, y beber y brindar, coño.

Llegamos a un local donde el plato principal eran unas suculentas costillas, recomendación del gordete del grupo; mereció la pena. Comimos y bebimos, brindamos y reímos, yo siempre con mi ataché, al lado mía, junto a mi silla, molestando un poquito a la de la silla de al lado. ¿Para qué te has traído eso?, me inquirió una salmantina con la boca llena. Mis cosas, mis cosas, contesté dándome cuenta de que quizás esa era la pregunta de la mañana por parte del nutrido grupo de comensalesUno de los andaluces, un cordobés, tomaba nota de la escena, y se quedó con ganas de preguntarme algo, pero le trajeron otra cerveza y se despistó finalmente. Algo pasaba con mi ataché.

A la hora de volver, coincidimos unos cuantos en Atocha, entre ellos, cómo no, los andaluces. El cordobés y yo hablábamos de trivialidades (¿alguna vez hemos hablado de cosas serias?), cuando no pudo más, y de manera súbita y sin venir a cuento, me soltó: illo,¿tú que lleva ahí? Señalando como señalaba a mi maletín, no pude más que confesar mi pecado a las bravas. Sin dar demasiadas explicaciones, ninguna más bien, procedí con discreción a llevármelo aparte de miradas ajenas; abrí con clave numérica mi ataché, y mostré su contenido: un papel de plata envolviendo lo que parecía ser un bocadillo. Era un bocata de chorizo perfectamente envuelto en papel de aluminio. La solemnidad de la maleta abierta, tan majestuosa incluso mostrando esa abertura, contrastaba con lo vulgar de su interior, incluyendo lo meramente olfativo, pues huelga decir lo que huele el chorizo. No hizo falta desenvolver el bocadillo para aseverar el principal condimento. 

Tanto trajecito, tanto afeitaito, tanto repeinaito...Y te llevas a los madriles nada más y nada menos que un bocata de chorizo, me espetó el cordobés con cara de incredulidad, pero le salió una respuesta del alma, espontánea y veraz, cuando entre lágrimas provocadas por la risa, me dio un fabuloso abrazo. Sellamos nuestra amistad en Atocha, por cierto palabra fonéticamente similar a Ataché, para la posteridad

El contraste entre la negritud del fondo de la maleta con el brillo del papel que lo envolvía parecía esconder un mensaje encriptado del tipo no todo es oro lo que reluce o las apariencias engañan, pero más allá del enigma que pudiera entrañar esta visión, lo instintivo salió a relucir entre dos ibéricos natos; le ofrecí la mitad del bocata al cordobés, quien en un alarde de estratega colosal, compró dos cervezas en un puesto cercano. Ahí mismo, en la mismísima Atocha, puerta de entrada a la Gran Capital, España profunda, el misterio del contenido de mi ataché quedó resuelto mientras nos zampábamos un muy ibérico chorizo con pan, también muy de las profundidades de Iberia.

De todo lo narrado han pasado ya 20 años. Mi ataché sigue conmigo, a mi vera siempre, y solo le he dado uso cuando fui a Madrid ese día del año 2000. No he vuelto a darle un solo uso, pero lo he tenido siempre a mi lado profesional, como una especie de amuleto que me ha acompañado siempre en las horas oscuras y tenebrosas, que las ha habido, con únicamente una historia que narrar al respecto de su existencia, la presente. Lo que quiero decir, es que más allá del viaje maravilloso a Madrid, antesala del inicio de la aventura profesional, no tengo más historias que contar. Su único cometido ha sido portar un bocadillo de chorizo por Madrid, para posteriormente, pasarse 20 años junto a mi yo profesional; ahí en un rinconcillo, discreto, algo polvoriento, pero con el esplendor propio del primer día, con las connotaciones de éxito que biográficamente asocio y con un entrañable olor a chorizo, que no sé si es real o imaginado, por asociación también. 

La persona que me hizo el regalo ya no está entre nosotros. También me sirve la omnipresencia del maletín todos estos años, para recordarlo, y para contemplar con perspectiva el paso del tiempo, cuando ayer mismo, es decir, hace 20 años, muchas personas consideraban que a Madrid había que acudir desde provincias con estilo y con clase, sobre todo, desde la solidez irrefutable del trabajo bien hecho; mi aportación particular fue considerar que la elegancia y la nobleza de espíritu no andan reñidos con un bocata de chorizo.










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